domingo, 22 de febrero de 2015

La ira de Edipo





(Edipo no se arranca los ojos, sólo los oscurece.)



Uno de los mayores logros de la filosofía fue la caída de la metafísica, y por ende,  la imposición del espíritu humano como observador subjetivo en cualquier intento de ontología. Esto es simple,  la razón humana es limitada e incapaz de dar con la verdadera naturaleza de las cosas, si es que tal quimera existe. Vamos a hablar un poco más sobre esto.  Supuestamente, el mundo es muy complejo. Tanto, que la razón obra de manera simplificadora y unificadora. De acuerdo a la identidad que le impone a ese mundo, reproduce lo “mejor” posible los contenidos que los sentidos le aportan,  y genera el conocimiento que necesita para adaptarse, sobrevivir, e investigar la naturaleza de las cosas. Sin embargo, si intentamos que la razón vuele más alto, todo será un fracaso seguro. Es imposible analizar conceptos fuera del espacio y el tiempo. La naturaleza del universo y de todo lo existente no puede analizarse porque la razón no cuenta con el ojo divino. Dios es un tema vedado por naturaleza. La eternidad también.  Sin embargo, ¿de donde surge esta capacidad maldita de captar esta situación trágica? ¿No es motivo suficiente el haber comprendido esto para arrancarse los ojos, arrojar por la borda toda contaminación racional de nuestra vida y volver felices al mito irracional?



(El ojo divino es una quimera.)


Pues no lo hacemos. Entonces, permitasemé ser un racionalista optimista y fanático.  ¿De qué sirve un “análisis modesto de la capacidad del espíritu”? Es sino un obstáculo, la opción del cobarde. De nuevo, ¿de que sirve a la traba, la objeción al conocimiento, la duda, si no va a tener consecuencias? Puesto que no hay verdad, ¿de qué sirve dudar entonces? Sin la certeza en el norte, no hay razón para no naufragar.  Hay que decidir, o confiar y elevarse en el conocimiento, o hundirse en la dulce irracionalidad del mito. 








(El mito antes fue caos haciéndose forma, ahora es forma deformándose)


Vamos a tomar la primera opción para ver sus consecuencias. Supongamos que ponemos todo nuestro optimismo y confiamos plenamente en el desarrollo racional. Vislumbramos  la certeza. Toda traba escéptica es absurda, puesto que no presenta consecuencias útiles. Progresamos. Evolucionamos. Llegamos hasta las máximas consecuencias. Encontramos una respuesta clara: no hay vida después de la muerte. Puesto que un más allá tiene que haber sido diseñado. Si fue diseñado es porque tiene que tener sentido. Todo lo que tiene sentido se encuentra dentro del espacio-tiempo. El más allá es ajeno al espacio-tiempo, no hay temporalidad que lo limite. La vida en el más allá no tiene sentido, porque no sería vida, ya que la eternidad es absurda al vivir. No hay más allá. No hay Dios.




(La razón se detiene,  se petrifica y oscurece)


Esto es tan simple, tan fácil de comprender, que si confiáramos un poco más en la razón tendríamos todo resuelto. Toda verdad debe necesitar de una consecuencia. Si no no es verdad. Es aire.  Es contemplación del vacío. Es conocimiento lastimero, como si alguien sintiera placer en limitar sus capacidades. Si la verdad nos es perjudicial, nos limita a la modestia, entonces esas limitaciones deben ser tenidas en cuenta de dos maneras:

*Olvidadas y continuar de manera optimista el perfeccionamiento del conocimiento.

*Tomadas como el signo de la emancipación humana de la razón y la vuelta al mito.

Sin embargo, podemos sintetizar todo en uno.  Si escogemos la vía racional, si bien obtenemos optimismo extremo, también con la misma intensidad pesimismo. No hay nada después de la muerte. ¿Qué es lo que ahora nos mantiene en un estado cobarde? ¿La confianza en que la razón es falible y puede haber un más allá o un Dios que no podemos captar porque solo pensamos espacio-temporalmente? Pero si confiamos en que el universo solo puede pensarse espacio-temporalmente, es decir le damos a nuestra razón el status de “realidad”,  todo cambia. No hay Dios, ni vida después de la muerte. Ni siquiera importa la verdad, porque no tiene consecuencias.  Nos arrojamos a la angustia. Pero la misma angustia nos arroja al mito. Porque sabemos que vamos a morir, que somos futura nada, podemos soñar intensamente. Nada place tanto a la imaginación saber que tiene todo el derecho de actuar, pues solo puede mejorar el mundo.  Volver a la irracionalidad, fomentar la pasión y el arte, y hacer que esto brille es solo posible con el amargo telón de fondo que es la comprensión de la mortalidad. Razón y irracionalidad se unen en un solo propósito. El esplendor de la carne y del amor. Quién quiera someterse a la débil verdad escéptica de que podemos saber nada, o poco, y no se atrevá a vivir las consecuencias, debería ser desterrado. El poeta rey, y el filósofo débil doxa. Pues el filósofo convencido, que confía en el saber, solo puede terminar en el mito, como humano que es, ante la angustia de la muerte. El filósofo escéptico, que pone en práctica su escepticismo, también. Solo el débil y cobarde espíritu que recela la poca verdad que le ha sido revelada (que está ciego) es perjudicial para toda sociedad y todo futuro, pues nos deja en la estúpida  inacción, frente a un universo que no le importa si damos o no con su la verdad de su centro, de igual forma nos tragará.  ¡Hagamos del escaso tiempo arte!, y que toda moral, conocimiento y verdad, se inclinen, fieles a su causa. Para apreciar a Selene hay que matar al Sol.




(La verdad, Febo, frente al horroso universo)





 (El  esplendor de Selene)


Marcos Liguori

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