jueves, 23 de noviembre de 2017

La inmortalidad.




Es deseo del niño nunca morir. Desde la tierna infancia, lo sé por experiencia propia, teme al ocaso como a la pérdida de la madre. Hay en el sol, para el ojo infante, un terrible símbolo de salvación, de esperanza que lo encandila. Pero como la muerte, el crepúsculo es inevitable. Qué frágil se vuelve su espíritu cuando ve que las nubes cubren, cual titanes, aquél disco dorado. Cuando las montañas se tragan en el horizonte todas las alegrías, y deviene, junto a los débiles latidos asustados, la noche desoladora. Todo terminará; eso adivina el niño, aún en  su mundo de monstruos y fantasmas.

Es entendible que el niño quiera ser, pues le queda toda una vida por delante. El ocio y la infancia son hermosuras que quisiéramos hacer perdurar. ¿Qué es el Edén, qué es el cielo, sino un lienzo sobre el cual plasmamos la infancia perdida? Allí volveremos, a la dulce irracionalidad, dónde Dios, el gran Padre –o la cruel Madre–, nos cuida de todo mal. Iremos a soñar, por los siglos de los siglos. Eso es entendible; lo que no es entendible -lo que no es aceptable- es que, con el tiempo, el corazón ya maduro y ateo se resigne a morir.

A medida que crecemos, cuando nos transformamos en hombres, cambiamos nuestras consideraciones sobre la inmortalidad. Matar al niño significa matar al ego circular que nos corroe en nuestra propia inmundicia divina. El deseo de no morir es egoísta y anti-comunitario; es un sueño todavía inmaduro. Morir significa cultivar el nexo hacia la comunidad, dar lugar a, permitir que el negro mar del devenir sobrepase nuestra conciencia. Querer no morir es pretender ser Dios. Es considerarse núcleo y motor del universo. Es el ego en estado puro.

La preservación individual es tirana y cobarde. ¡Qué actitud más insolente que la de una pobre consciencia que, queriendo ser la favorita del cosmos, ignora todo el cultivo de estrellas que la preceden y que la sucederán! Lejos de mí, en un futuro muy lejano, dos seres se volverán a amar, y se escribirán nuevos versos. ¿Tengo el derecho, la soberbia, de considerar mi mundo superior al de ellos? El precio de la diversidad es la finitud; no es posible una inmortalidad plural. Si quisiéramos a millones de inmortales precisaríamos de millones de universos, pues no habría espacio en el cosmos para soportar tantos mundos, puesto que el todo es uno solo. Morimos para que otros nazcan, y nacemos porque otros murieron. Sólo podría haber una sola y soberana consciencia eterna, una única e inmanente unidad, y por fortuna, ésta quimera no existe –o murió-.* Aceptar la muerte es ante todo, un acto de humildad.

Dice mi corazón: te ansío, muerte, pues aunque me pudro en soledad y le temo al polvo, sólo en él podré lograr la comunidad ansiada que la materia me ha negado. Amo a todos los hombres, y espero que ese amor sobreviva en cada uno de ellos, hasta que el sol muera y el cosmos se derrita en lo que traiga el porvenir.  




* El filósofo y poeta alemán Phliph Mailänder postuló al origen del universo como el fruto del suicidio de un Dios solitario; impotente para darse muerte a sí mismo, devino en el cosmos. Es bien conocida, en la filosofía aristotélica, la idea de que Dios -o el Motor Inmovil- es el único ser que tiene como esencia la existencia. Su naturaleza consiste en Ser, por tanto no puede no ser. Para exterminarse, Dios debe advenir en lo que tiene como accidente la existencia: el universo y las cosas múltiples. Por tanto, Dios pasá de ser una Unidad eterna e inmutable, fuera de la cual no hay nada, a ser todo lo que es, y por ende, todo lo que muere. Por ello vamos a morir. Si quisiéramos ser inmortales, bajo ésta lógica, necesitaríamos ser algo análogo al Dios de Mailänder, una Unidad, eterna e inmanente, fuera de la cual no haya nada, pues dónde hay espacio y tiempo, dónde hay universo ,hay muerte y ser accidental (no puro o esencial).  Así, Dios y hombre son dos existencias incongruentes. Para que exista Uno no debe existir el otro, y viceversa. Si el hombre quiere ser inmortal, deberá convertirse de múltiple a único, y ello requeriría un exterminio de toda diversidad.


Marcos Liguori.

Imágenes:

Garret Pugh (Primera).

Amarna Miller (Segunda).